11/7/08

Agrio agro….

Agosto se deslizaba lentamente y un domingo, sin venir a cuento (las fiestas del pueblo son en septiembre) descubrí a mis amigos “esquilados”. No me fue difícil conocer la razón: El lunes venía un fraile para “examinarles” y elegir a los que se llevaría a un convento. Cierto que yo de cuentas fatal y de escribir, uff..., pero era una oportunidad y no podía desperdiciarla. No sé cómo lo logré pero convencí a mi madre para que, esa tarde, preparara la comida del día siguiente. Así ella podía trillar por la mañana mientras yo me iba en busca de los frailes…
Lo cierto es que desde las 9 de la mañana yo estaba en la entrada del pueblo esperando que llegara un coche… dentro tenía que haber un fraile, antes a los frailes se les distinguía bien, además a mi pueblo no llegaban más que motocarros con pescado.
Y así fue, el conductor era más bien regordete. Le paré y charlamos… no me hizo mucho caso pero necesitaba encontrar una casa a la que yo podía llevarle y me subió en su coche. Allí estaban mis amigos y sus padres, vestidos de domingo, y mirándome con desconfianza.

Por lo que después contaron, yo seguía dando la lata y prometiendo que quería ser fraile…. El Hermano, antes de marcharse, me cogió por los hombros y me indicó que le llevara donde estuvieran mis padres… y a la era que le llevé. Allí charlaron, mientras yo trillaba. Cuando se fue, mi madre me dijo que para el fraile yo era muy “niño” y tenía que esperar a tener 11 años “cumplidos” para irme.
A los pocos días llegó una carta describiendo todo lo necesario para 9 meses de internado: servilletas, toallas, pañuelos, calzones, calcetines, camisetas, pantalones, guardapolvos… todo marcados con mi nombre y un número: el 404… quedaban pocos días, pero mi hermana “sabía coser”… y me marché.




Cierto que muchos niños pasaron los primeros meses llorando… pero en mi caso fue mi padre el que se volvió con los ojos reblandecidos porque no me encontró para despedirse.




Fue un año delicioso, en una casa grande en un pueblecito de Burgos: La Horra. Lo mejor es que cada quince días nos subían al remolque del tractor y nos llevaban a Roa donde había un cine con butacas… qué maravilla!... Joselito… Marisol… El gordo y el flaco… y una que me volvió a impactar: Un Hombre para la Eternidad.

Siguen en mi memoria cruzándose esas imagen de un árbol en flor y un montón de abejas zumbando, mientras sonaba el hacha del verdugo, con los versos de Bécquer:

Ante aquel contraste
de vida y misterio,
de luz y tinieblas
Medité un momento:

¿También podía hacer cine religioso no?

1 comentario:

Anónimo dijo...

Esto se está poniendo interesante.....